— Cuando cuente hasta tres quiero que te hayas dormido. —le dijo el papá a su pequeño.
Su hijo le respondió con una enorme sonrisa mientras se comprimía contra su pecho.
— Uno.
El bebé abrió los ojos muy grandes mientras su padre le apretujaba y cantaba una canción.
— Dos.
Abrió las manitas porque la melodía le mecía y le iba adormeciendo, pero no quería dormirse. Tampoco quería que llegara el siguiente número. Siguió la canción un rato.
— Tres.
El papá acostó al bebé en su cunita y le observó con ternura: respiraba profundamente y todavía las últimas notas de la canción mecían su sueño. Se quedó unos minutos hasta que la criatura ni siquiera pestañeaba y se dirigió a la puerta. La dejó entornada para poder oírle si llegaba a despertarse.
El bebé se dirigió a un mundo lleno de colores: su padre iba a su lado y le guiaba. Había caballitos de madera y cientos de mariposas flotando por el aire.
De pronto el niño vio una puerta de color rojizo que estaba justo delante de ellos y quiso abrirla. Su padre le pidió encarecidamente que no lo hiciera, que ya visitarían ese lugar cuando fuera más grande:
— En la vida hay un momento para todo y cada cosa debe aprenderse a su debido tiempo —le dijo con dulzura.
Pese a que su padre siempre sabía cómo debían hacerse las cosas, la curiosidad fue más fuerte y el niño se abalanzó sobre la puerta. La oscuridad absoluta reinaba en esa habitación y la otra, que había estado hasta entonces impregnada de colores, fue tiñéndose lentamente por las sombras. El niño gritó.
Al abrir los ojos, su padre estaba allí, consolándolo.
— Ha sido solo una pesadilla —le dijo. —Ahora, cuando cuente hasta tres quiero que te hayas dormido.
Y el niño comenzó nuevamente a dormirse al son de la melodía que tan dulcemente entonaba su padre.